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Debajo de la piel, la luna

de Marina Colasanti

Llegado el tiempo, una joven se hizo mujer. Pero una mujer distinta de las otras. ¡Tan clara su piel! Y por debajo de esa piel, venida de la propia carne, una luminosidad que afloraba en ciertos días, y en los siguientes se intensificaba, día a día, luz a luz, hasta alcanzar el esplendor de muchas llamas fría, de muchas inmóviles estrellas. Entonces los cabellos de la mujer se hacían más densos, leche goteaba de sus senos, y las jofainas y las tinas de su casa desbordaban.
Aquella mujer tenía la luna debajo de la piel.
Y estando una tarde a la puerta de su casa, cuando ya el sol se ponía, fue divisada por el hombre más rico de la región que pasaba a caballo.
Él nunca había encontrado  una mujer como aquella, más semejante a las perlas que a las otras mujeres. Y de inmediato quiso desposarla.
En la oscuridad del cuarto nupcial, sin embargo, el hombre advirtió con asombro que la piel de su esposa no era ocultada por las tinieblas sino que, al contrario, se destacaba aún más pálida que el día de su primer encuentro. Y con el paso de las noches su sorpresa se tornó en espanto, mientas  la mujer se hacía más y más clara, iluminando al principio las superficies próximas, y derramando luego su luminosidad de plata por todo el cuarto.
“Esa mujer” pensó el hombre lleno de desconfianza, terminara brillando más con su luz que yo con mi dinero.
Sin demora, alegando que ella refulgía solo con la intención de impedirle dormir, y que lo llevaría a la muerte, deshizo el casamiento.
De nuevo en casa, la mujer que guardaba la luna bajo la piel iluminó su soledad durante algún tiempo. Pero al cabo de los días, la luz recorrió en dirección opuesta los mismos caminos que la habían traído, recogiéndose a la oscuridad del cuerpo, y dejando a la mujer apagada y lista para largos sueños.
Pronto pasó su tiempo de reposo. Y una noche, prudentemente cerradas las ventanas para que su luz no perturbara las penumbras ajenas, fue divisada por un ladrón que pasaba frente al muro.
Era apenas una hendija, que dejaba filtrar la luz por entre los postigos. Pero basto aquel mínimo rayo para llamar la atención del ladrón. Se acercó furtivo, espió el interior. Y ahí estaba la mujer alumbrando.
“Que buen dinero podría lograr con ella, exhibiéndola en las ferias”, pensó, parpadeando con sus ojos de gato.
Esperó que se acostara, que estuviera dormida. Forzó entonces la cerradura, abrió la puerta, entró con pasos leves y, tras cubrir a la mujer con una capa negra, salió cargándola en la oscuridad.
Vivía en una cabaña lejos de allí. Al llegar, ató a la mujer a una pata de la mesa, se echó en la cama y empezó a roncar. Roncó lo que quedaba de la noche, roncó todo el día siguiente. Sólo despertó al anochecer, hora en la que los ladrones trabajan. Y salió no sin antes avisar a la cautiva que cuando hubiera robado dinero suficiente para comprar un caballo, un coche y algunas ropas vistosas iría a exhibirla en las ferias.
Regresó muy de mañana con los bolsillos llenos y algo de comida. Sin decir palabra, se tendió en el lecho y empezó a roncar. Lo mismo sucedió los siguientes días. Así, durmiendo con el sol y marchándose al oscurecer, el ladrón no advirtió que la luz de la mujer perdía poco a poco la intensidad que habría de hacerlo rico. Y la noche en que por fin, habiendo reunido el dinero necesario, resolvió quedarse en casa, encontró una mujer igual a cualquier otra, sin brillo alguno, sólo un poco más pálida que las demás.
¿Quién iría a pagar en la feria por ver una mujer sólo un poco pálida?
Furioso deshizo las ligaduras y saco a empujones a la prisionera.
Y ahí estaba, de nuevo en casa, la mujer que tenía la luna bajo su piel. Apagada y soñolienta. Pero no por mucho tiempo.
Esta vez, cuando las tinas empezaron a desbordarse y la cabellera se derramó, plena, ella no esperó siquiera la puesta del sol: trancó bien la puerta, cerró bien cerrados los postigos de las ventanas, tapó sus hendijas. ¡Que nadie la viera!
No sabía que encima, por entre las tejas, la luz se escapaba denunciándola.
Todo era un sueño alrededor, cuando alguien llamó a la puerta.
La mujer se levantó, cautelosamente, Abrió un postigo.
Frente a ella un corcel negro. Y en lo alto de la silla, envuelta en un manto tan oscuro que apenas si se distinguían sus contornos, una dama.
Aún antes de que la mujer cruzara el umbral, su piel tembló sobre la luna, su luminosidad ondeó como un reflejo de lago. Y ella supo quién venía a buscarla.
El corcel sacudió la crin, impaciente. La dama se inclinó, llamándola. Sin volverse para mirar su casa, la mujer tendió la mano, y montó en el caballo de la Noche.



Bibliografía:
Colasanti, Marina. Lejos como mi querer. México: Editorial Norma, 2001.