Bienvenida

Este blog ha sido creado para que puedas expresar tus ideas, opiniones, comentarios indicadas por tu maestra del Círculo de Lectura.

Te recomendamos que cuides el lenguaje que utilices en este espacio, cuyo objetivo es compartir con los demás lo que esta experiencia te va dejando.

Respeta los comentarios de tus compañeros, y en dado caso que quieras responder alguno de ellos a través de este medio, sólo recuerda usar un lenguaje apropiado.

¡Qué disfrutes está aventura llamada LECTURA!



La fábula del pez y el desierto

de Gabriela Aguilera

Pero ahora, querría tan sólo obtener mi deseo,
más frío, más mundo y más sordo que un pez.
W.B Yeats

Miranda se asomó por la ventanilla del avión y pensó que el desierto debía parecerse a la superficie de Marte o del algún otro planeta aún más lejano. No le emocionaba en lo más mínimo el viaje que sus padres habían organizado a las playas remotas, que contrastaban con las montañas de arena rojiza, tan lejos de los bosques fríos de su país natal. Al ver a sus padres dormidos, cada uno en su estrecho asiento, con varios periódicos y revistas sobre el regazo, sintió un poco de pena por ellos. Seguramente, a pesar de viajar tan lejos y de sus planes de diversión en el mar, se la pasarían leyendo y trabajando. Incluso habían traído sus computadoras portátiles y se inquietaban ante la posibilidad de que en el bungalow alquilado no hubiera corriente eléctrica. Pobres esclavos del trabajo, a quién pensaban engañar. A ella no.
El largo viaje de avión y el cambio de horario habían dejado a Miranda en un estado parecido al entresueño. Quizá fue por ello que no se sorprendió cuando, al entrar al bungalow donde pasarían dos semanas, creyó ver agua en el suelo, como si hubiera una piscina y en el fondo de esta varias sombras en forma de peces de muchos tamaños se movieran con círculos. Lenta y rítmicamente. La ilusión duro apenas unos segundos y se disipó en cuánto su padre le pidió ayuda para traer las cinco maletas desde el taxi. ¡Cinco maletas! Tan sólo por ese detalle el viaje le parecía a Miranda de lo más ridículo. Casi todo el equipaje consistía en libros, cuadernos y cables de computadoras, los teléfonos portátiles. La cámara digital y quién sabe qué tanto aparato más. Por el contrario, ella había empacado la ropa indispensable, su cuaderno de dibujo y unos lápices de colores. Por lo menos, se decía, en este paisaje extraño podré dibujar el mar y el desierto.
Una vez que sus padres quedaron satisfechos con los arreglos del bungalow y que cada uno organizó sus pertenencias, Miranda salió con una pequeña mochila que contenía el material necesario para sus dibujos. El aire que la envolvió en cuanto abrió la puerta le pareció pegajoso y espeso; hacía un calor que ella jamás había experimentado. Pensó que se sofocaría, pero después de un rato se acostumbró no sólo al calor, sino también a la intensidad de la luz, que le daba de lleno sobre la cabeza e incluso quemaba. Inevitablemente le vino a la mente la imagen de una lupa, proyectando los rayos del sol sobre un desdichado insecto. Se imaginó a ella misma como ese insecto pero luego desistió, le repugnaba la idea de morir por la acción de una lupa siniestra, sostenida por un ser abominable y gigantesco, que bien podría ser cualquiera de los habitantes del pueblo más cercano que había visto desde el avión. Se fijo en todas direcciones pero no había nadie alrededor, sólo la observaban las ventanas del otro bungalow, un tanto escondido detrás de algunos cactus y un par de palmeras. Se dirigió ahí para comenzar su exploración de  los alrededores. A diferencia de su propio bungalow, este era más grande y justo al lado había un estanque fangoso. De inmediato le atrajo el agua inmóvil, cubierta de una fina capa de arena semejante al oro bajo la luz del sol. Se acercó a la orilla para mirar el fondo. No parecía ser muy profundo, pero tampoco era fácil distinguir las formas que insinuaban por debajo de la superficie. Entonces percibió un ligero movimiento y vio como ser formaban ondas concéntricas el agua. Sin duda había algo ahí que se moviá. Se acercó un poco más y por un momento pensó en meter la mano, pero justo en ese instante oyó susurros y risitas infantiles que se apagaron en cuanto alzó la cabeza. Por más que buscó, no logró ver a nadie. Le molestaba mucho no haberlos visto, se sintió espiada. Entre tanto, las ondas en el estanque se habían disuelto. Por la noche, Miranda quiso contarles a sus padres el primer paseo que había dado por el lugar, pero pronto se dio cuenta de que no le prestaban ninguna atención. No sabía si se sentía triste o enojada por ello. De cualquier manera estaba harta de que nunca le hicieran el menor caso. Siempre había algún asunto importante que atender, e incluso en las vacaciones, una novela o los mensajes atrasados del correo electrónico los absorbían por completo. Terminó de cenar y se fue a dormir sin despedirse.
Por la mañana los despertó alguien que tocaba la puerta energéticamente. Se trataba del administrador del club bungalows, un señor bajito, de ojos saltones y piel oscura surcada por gruesas gotas de sudor. Venía para preguntar a los huéspedes si habían visto a algunos niños del pueblo merodeando entre los bungalows. Les comentó que, según las reglas del hotel, estaba prohibido el ingreso de cualquier individuo ajeno al personal o a los residentes, incluso si se trataba de niños, y que en caso de ver a algún sospechoso, debían reportarlo con la recepción. Al oír esto Miranda recordó el incidente del día anterior pero prefirió no mencionarlo, le pareció que aquellas medidas de seguridad eran exageradas y no se imaginaba que clase de peligro podían representar los niños del pueblo. Antes de retirarse, el admistrador hizo un último comentario: les habló del inquilino del bungalow contiguo; les aseguró que era una persona tranquila aunque de costumbres particulares, que casi nunca salía de la habitación, y les pidió que fueran pacientes si oían ruidos lejanos en la noche, puesto que el hombre trabajaba a esas horas. No precisó qué clase de trabajo era, sólo agregó que sería muy amable de su parte no acercarse al bungalow durante el día para no molestar al huésped. Esto último lo dijo mientras miraba fijamente a Miranda.
Tal y como la niña había predicho, sus padres pensaban la mayor parte del tiempo sentados a la sombra del pórtico del bungalow, trabajando. Por su parte, Miranda se proponía dibujar tantos paisajes como le fuera posible y daba largos paseos con su cuaderno de dibujo. Había pasado dos días enteros con alguien, aquel sitio parecía una isla desierta. El tercer día, en cambio, salió por la mañana y en vez de dirigirse hacia la playa, como había hecho antes, caminó rumbo al bungalow vecino, atraída por el sonido de agua salpicando. Conforme se acercaba, distinguía con claridad las mismas risas y susurros de voces infantiles que había escuchado el día de su llegada. Se aproximó despacio y con mucho sigilo, no quería espantarlos. Se detuvo detrás de una de las palmeras y asomó la cabeza para observar el estanque sin ser vista. Ahí en la orilla, había un grupo de cuatro niños que parecían jugar en el agua. Miranda no alcanzaba a distinguir sus caras porque todos estaban inclinados, como si observaran o tocaran algo. Quizá eran peces, o cualquier clase de animal acuático, y eso era lo que ella había notado moverse en el fondo la primera vez que se asomó. Pero entonces un niño se movió hacia un lado y Miranda alcanzó a ver cómo uno de sus compañeros sacaba del agua lo que parecía ser el brazo de un ahogado y luego lo dejaba caer de nuevo en el estanque. Los otros niños reían y se inclinaban aun más sobre el agua fangosa. A Miranda le dio un vuelco el corazón y corrió horrorizada hacia su bungalow. Le preocupaba que la hubieran descubierto. Cuando llegó a su habitación se encerró ahí y se echó en la cama, estaba muy alterada y trataba de recordar lo que había visto. Como si fuera una película detenida en la misma imagen, Miranda repasaba la escena y cada vez más se convencía de que lo que había observado era el brazo de una persona. ¿Quién podría ser, otro niño tal vez? Le parecía monstruoso que jugaran con un cadáver ¿Qué debía hacer, contarles a sus padres, ir a reportar el incidente a la recepción, como les había pedido el administrador? Pensó que nadie le creería. Sobre todo, reflexionó, lo más importante antes de decírselo a alguien sería verificar si, en efecto, había un muerto en el estanque.
A la mañana siguiente Miranda tenía tanto miedo que ni siquiera se asomaba por las ventanas del bungalow, pero su coincidencia tampoco la dejaba tranquila. Debía saber que había en el estanque. Tomó su mochila, les dijo a sus padres que iría a dibujar y se encaminó hacia el patio vecino, con mucha cautela. El silencio parecía darle permiso de explorar; se asomó por detrás de una palmera y comprobó que no había nadie más ahí. Tardó un rato en atreverse a llegar al borde del estanque. Se sentó  a un lado de la orilla e inspeccionó la superficie del agua inmóvil. Otra vez la capa de polvo dorado y fino la saludaba con su destello. Acortó la distancia poco a poco hasta que se detuvo tan cerca que no tuvo más remedio que mirar el fondo de estanque: era como asomarse a ver una taza de chocolate espeso. Si quería enterarse de lo que el agua escondía tendría que meter la mano, pero la simple idea de hacerlo la aterrorizaba. Se volvió y miró alrededor, las ventanas del bungalow vecino tenían las cortinas corridas, el huésped debía estar dormido. Buscó alguna rama lo suficientemente larga como para que tocara el fondo sin que ella tuviera que inclinarse demasiado, pero no encontró nada que pudiera serle útil. Abrió su mochila y sacó uno de los lápices de colores. Lo agarró de un extremo y lo metió en el agua, agitándolo despacio. El movimiento del lápiz despejó la capa de arena de la superficie y el lodo circuló lentamente hasta depositarse en el fondo. Ahí, bajo el agua, un ojo inmóvil le devolvió la mirada.
Esta vez a Miranda la tomó dos días salir del bungalow, hasta que sus padres quisieron ir a nadar a la playa. Se metió al mar y cuando estaba flotando de espaldas recordó el ojo que la había mirado desde el fondo del estanque; sintió un escalofrío, sin embargo, no sabía si le diría a alguien su secreto. ¿Quién le creería? De cualquier manera, si alguna persona yacía descomponiéndose entre el lodo, ya no había nada que ella pudiera hacer para ayudarla. Salió del agua y se tumbó en la arena junto a sus padres, de pronto convertidos en dos camarones al rojo vivo. Sacó de su cuaderno y comenzó a dibujar el perfil de una montaña, que parecía lejana bajo la luz monocromática del mediodía. Pasó un tiempo y una sombra oscureció la página sobre la que se secaban las gotas de acuarela. Miranda alzó la vista y se topó con la mirada escrutadora de dos niños del pueblo. Uno de ellos le dijo algo, pero ella no hablaba su idioma, entonces el otro niño señalo el papel, como pidiéndolo en regalo. A la mano ahí  extendida le faltaban dos dedos. Miranda se quedó un rato tan desconcertada por ese detalle que apenas si notó cuando le arrancaron la hoja del cuaderno y salieron corriendo entre carcajadas. Estaba convencida de que esos niños la habían visto en el estanque y de que querían asegurarse de espantarla para que no hablara. Sus padres no serian de gran ayuda, qué iban a entender de todo esto dos enormes camarones rojos con gafas oscuras y bronceador.
Esa noche, mientras la familia cenaba, alguien llamó la puerta. Miranda pensó que se trataba del administrador, quien quizá había encontrado a los niños del pueblo, o al cadáver del estanque. Pero no se trataba de aquel hombre bajito, sino del huésped del bungalow contiguo a quien resultaba difícil calcularle la edad, pues a pesar de la larga melena blanca anudada  en una trenza, tenía un cierto aire infantil. Como un niño largo envejecido. Traía una pequeña argolla en su nariz que Miranda no podía dejar de ver. Según explicó, llevaba en ese lugar un par de años y no pensaba regresar a su tierra natal, pues ahora vivía como un rey del desierto. Después, el vecino y los padres de Miranda se enfrascaron en una conversación que la envolvió en una nube de sopor. Cuando la niña se despidió para ir a dormir, el hombre, que se hacía llamar Merluza, le dijo que tenía algo que mostrarle.
-          Creo que te gustan los peces de mi estanque, ¿cierto?- dijo guiñándole el ojo.
Cuando se rió, Miranda alcanzó a ver un arete que le atravesaba la lengua y le recordaba a un anzuelo.
-          Ven mañana, a la hora que quieras.
Miranda no pensaba en ir a ver a Merluza. Aquel tipo tenía toda la facha de ser un orate y podía incluso ser un asesino. Además, ¿que podría enseñarle que le fuera a interesar? ¿Un muerto en su estanque? Cuando recordó la imagen de los niños jugando con el brazo se le revolvió el estomago, pero al mismo tiempo despertó su curiosidad. Quizá esa era la única oportunidad que tendría para saber si había un cuerpo en el agua. Finalmente, después de meditarlo toda la mañana, Miranda decidió ir al bungalow vecino. No sabía si sería fácil acercarse al estanque, pero por lo menos podría darse una idea acerca del viejo. Se imaginó dos posibilidades: o que Merluza era un asesino, había arrojado a su víctima al lodo y los niños se habían ahogado mientras jugaban en el estanque u los otros intentaban esconderlo bien, en casi Merluza era inocente. ¿O acaso nadie era inocente? Llegó al bungalow a las seis de la tarde, porque sospechaba que antes de esa hora no encontraría al hombre despierto. Esta intuición resulto ser cierta, y solo después de tocar el timbre varias veces, apareció Merluza con muy mal aspecto. La cabellera blanca, que antes llevaba en una trenza, ahora le escurría por las mejillas, como la peluca de una bruja. Parecía como si no pudiera abrir los ojos; de hecho, al principio no la reconoció y le habló en el idioma local que ella desconocía.
El bungalow de Merluza era mucho más grande que el que alquilaban Miranda y sus padres, pero esa no era la única diferencia. Se notaba enseguida que su ocupante se había instalado ahí como en su propia casa: todos los adornos, la decoración, e incluso los muebles, eran distintos a los de otros bungalows. Había dos paredes con estantes repletos de libros, dos computadoras, fotos de Merluza con distintas personas, ropa tirada por toda la sala y un olor penetrante a cigarrillos consumidos. Miranda se quedó un rato parada donde estaba, inspeccionando los libros de uno de los estantes.
-          Bueno, pero qué haces ahí parada, no son mis libros lo que te quiero mostrar, sino mis peces.

El hombre descorrió la cortina que separaba la sala de otra habitación. Ahí, entre muchas otras cosas que a Miranda le parecieron baratijas de anticuario, había por lo menos veinte peceras, y en casa una de ellas varios peces grandes, oscuros y gelatinosos que dormitaban. La niña no sabía si los peces dormían, pero esa era la mejor manera de describir ese estado letárgico.
-          Acércate más, desde ahí no podrás verlos--- la invito el vecino.
Ella obedeció, más por curiosidad que por complacerlo.
-          Pensarás que todos son iguales, pero si los miras con cuidado te darás cuenta de que cada individuo es único, las escamas son de tamaño y color distinto y, sobre todo, cada uno sabe distinto.
Miranda se imaginó a Merluza comiéndose uno de esos peces y la idea no la sorprendía, el vecino era lo suficientemente raro como para creerle. Cuando ella se agachó para acercarse a ver una de las peceras, el pez que estaba más próximo empezó a moverse frenéticamente. En cuanto esto ocurrió, todos los demás peces se agitaron dentro de sus contendedores y se oyó un chillido agudo que duro varios segundos. Miranda retrocedió, se dio cuenta de que todos los animales parecían observarla. Merluza estaba lívido y nervioso, como si nunca hubiera presenciado algo igual
-          Creo que es mejor que te muestre los peces del estanque, estos que están en la pecera no son ni la mitad de interesantes que los de afuera.
Merluza tomó a Miranda de la mano y la dirigió hacia el exterior; ahí la orilla del estanque, estaban los dos chicos que le habían quitado la acuarela. Cuando vieron a la niña, la expresión en sus caras fue de sorpresa y de inmediato interrogaron a Merluza. Esté les contesto de manera apresurada. Miranda no entendía sus palabras pero se daba cuenta de que había una gran familiaridad entre ellos, como si el viejo fuera su jefe. Estaba segura de que Merluza y los niños compartían un secreto que tenía que ver con los peces y con el estanque. Miranda vio con detenimiento a los niños; parecían más viejos de lo que eran, sus ojos se veían hundidos y su piel era arrugada. Se fijó en sus manos y se dio cuenta de que ambos les faltaban algunos dedos.
Después de un rato de discutir con Merluza los chicos se fueron, parecían descontentos. Cuando  Miranda le preguntó sobre ellos, el viejo le respondió que habían venido a pedirle dinero, le explicó que eso ocurría con frecuencia, pero que pronto iba a terminar.
-Esos diablos quieren demasiadas cosos, nada los satisface, siempre quieren algo más, si les conceden un deseo querrán regresar por más, están dispuestos a pagar cualquier precio, les duela o no… Vienen conmigo porque yo me encargo de los animales, creen que cuidar estos peces es fácil y se equivocan- remató.
Sin dar mayores explicaciones, el hombre se agachó sobre el estanque e invitó a Miranda a asomarse. El agua seguía tan turbia como siempre, sin embargo en esta ocasión parecía haber más movimiento que de costumbre. Incluso se podía ver de vez en cuando cómo subían burbujas de aire a la superficie y estallaban, como cuando en una pecera hay un motor para oxigenar el agua. Merluza metió la mano en el estanque, hizo un movimiento lento en forma circular, luego metió el brazo y tanteó en el lodo del fondo. Miranda pensó que de haber un muerto ahí ya lo habría tocado, sin embargo, el viejo no parecía sorprendente en absoluto, más bien se diría que buscaba alguna cosa enterrada. Estuvo así un rato hasta que de pronto algo tiró con fuerza de su brazo. Se ayudó con la otra mano e incluso tuvo que meter una pierna al agua para jalar; si aquello era un pez, tenía mucha fuerza.
-          Ahora ya casi está- resoplaba Merluza- acércate más para que veas bien. Miranda dio dos pasos al frente y entonces pudo ver un pez bastante grande, del tamaño de un perro faldero, que se agitaba con fuerzas entre los brazos del viejo.
-          Ahora debes pedir un deseo- dijo Merluza con la voz entrecortada por el esfuerzo de retener al pez. Miranda no comprendía nada. El vecino le repitió la frase, esta vez como una orden. Lo primero que la niña pensó fue en no ver a sus padres nunca más y se los imaginó perdidos en la inmensidad del mar, pero luego sintió un gran remordimiento y en vez de eso dijo cualquier otra cosa.
-          Quiero que empiece a llover.


Entonces Merluza soltó al animal, que antes esconderse de nuevo entre el fango, dio varios coletazos al aire, salpicando todo a su alrededor. La cola tenía mucha fuerza  y las escamas brillaban como un papel tornasol con los últimos rayos de luz del día. No habían pasado cinco minutos, cuando el cielo se nubló y comenzó a llover a cántaros. Merluza alzó los brazos hacia las nubes grises que lo cubrían todo y soltó una carcajeada hueca que se perdió entre el sonido de los truenos. Luego se volvió hacia donde estaba Miranda, totalmente empapada, y le dijo que por fin era libre. Se dio la media vuelta y entró en su bungalow dando un fuerte portazo detrás de sí.
Esa noche Miranda soñó con los peces. Estaba en una pecera y ella también era un pez, pero uno que todavía no salía de su huevo transparente y desde dentro de la esfera gelatinosa podía  ver lo que había en el exterior. Flotando por encima veía pasar a otros peces que devoraban algo que se escondía en el donde de la pecera. Se daba cuenta de que estaba rodeada de miles de esferitas gelatinosas y dentro de éstas alcanzaba a distinguir a otros niños ahí encerrados, con pequeños pies y manos a los que les faltaban algunos dedos. Luego veía a Merluza asomarse después de la superficie y tocar las esferas, una a una, con la punta roja de su cigarrillo encendido.
Entonces los huevecitos se incendiaban por dentro y producían una luz muy brillante, como cuando una estrella explota en la noche del desierto.
Al despertar, Miranda se dio cuenta de que seguía lloviendo. En la cocina encontró una nota de sus padres en la que explicaban que habían salido a visitar una isla cercana, en un recorrido organizado para los turistas del lugar. Otro día más que tendría que pasar sola. Miranda se sentía decepcionada por no haber descubierto nada acerca del cadáver del estanque, pensó que Merluza la había distraído a propósito con esa tonta idea de pedirle deseos a un pez. Sin embargo, a pesar de que le parecía ridículo, sintió alivio por haber cambiado de deseo en el último momento. Por otra parte, la desconcertaba la despedida de su vecino. ¿Qué había querido decir con aquello de que ahora era libre? El sonido del timbre la sacó de sus reflexiones sombrías. Era el administrador, que venía a entregarle una carta y una llave que había dejado para ella “el señor Sturgeon”. Aunque nunca había escuchado su nombre, supo de inmediato de quien se trataba. El hombre le explicó que sus vecino había tenido que salir algunos días para arreglar unos asuntos pendientes en su país. El administrador le deseó un buen día y partió cubriéndose de la lluvia con un paraguas roto. En cuanto lo vio desaparecer, Miranda leyó el papel arrancado de un cuaderno, en el que Merluza había escrito: “Querida niña, no te escribió esto como una disculpa, pues no fui yo quien te eligió. Puedes verlo, si quieres, como un acto del destino”.



Dejó de llover y en la tarde Miranda entró en el bungalow contiguo. De todo lo que había antes los muebles, los libros, las computadoras no quedaban más que las peceras dispuestas en orden junto a la pared. Una nota pegada al muro con cinta adhesiva decía: “Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que lo consigas”. Miranda  tomó la nota, la arrugó y la lanzó  a la otra habitación vacía. Luego de un rato llegaron los niños cargando una cubeta. La miraron sin decirle nada, solo inclinaron la cabeza ligeramente, con algo de desprecio pero también con temor. Uno de ellos se acercó a una pecera y tomó un pez que no opuso la menor resistencia, una sustancia gelatinosa resbalaba por la mano mutilada del niño. Éste metió al animal en la cubeta y salió al estanque junto con su compañero. Ambos vaciaron la cubeta y vieron el agua agitarse con violencia. Se inclinaron sobre la superficie y dijeron algo, una súplica casi imperceptible. Antes de irse, el chico que le había robado la acuarela sacó un paquetito minúsculo de su bolsillo, del tamaño perfecto para guardar un dedo. “están dispuestos a pagar cualquier precio” recordó Miranda las palabras de Merluza- y lo depositó  a los pies de la niña, luego los dos salieron corriendo. Las risas que los acompañaban eran las mismas que se habían oído el primer día entre las palmeras.
A Miranda  no le extraño  que por la noche sus padres no regresaran a cenar.